Skip to content

Soldi

En unos años como los actuales, cuando la pintura parece casi dejar de serlo —a fuerza de superponer elementos extrapictóricos sobre el lienzo y aun de renunciar a este, trocándolo por materiales imprevistos—, la de Raúl Soldi se afirma como una valiente imparidad. En un giro de la historia en que el pintor rehúye de modo expreso lo Bello y atiende más bien a reflejar no precisamente lo Feo (pues, al cabo, esta es una categoría estética desde que en 1857, siguiendo la vertiente izquierda de Hegel, fue establecida por Karl Rosenkranz), sino sus escorias o detritus, el arte de Soldi vindica la armonía luminosa de figuras y paisajes placientes. Cuando los artistas, por regla general, tienden a la indiferenciación —estimándose quizá de esta suerte, más fieles a una cultura masificadora—, Soldi se mantiene idéntico a sí mismo. Y la cifra de toda personalidad singular no es otra que la identidad del ser consigo mismo, según la famosa, pero olvidada, definición de Kant. Porque este pintor argentino, de raíces y formación parcialmente europeas, ha creado un mundo propio. Ni realista, ni superrealista, ni infrarrealista: situado en aquel bisel donde el mundo de la realidad y el imaginario se imbrican armoniosamente. Repitiendo una conocida fórmula goethiana-orteguiana, pudiéramos decir que el arte de Soldi se apoya en lo real, pero con un solo pie. Con el otro —o con las alas, las de sus ángeles en la capilla de Glew— vuela hacia regiones poéticas. Y conste que empleo este calificativo no como un recurso trivial cual suele hacerse, cuando sucumbiendo a un manido panlirismo, no se acierta a determinar una cualidad huidiza, sino de modo muy preciso y con referencia al hechizo que desprenden sus figuras de mujeres-niñas y de artistas de circo, sus paisajes bañados por algo como un polvillo transparente. Este último, impalpable elemento, viene a ser una especie de cortina apenas visible que marca distancias; es lo que da a sus cuadros y a sus paneles una aire ligeramente retrospectivo; romántico, diríamos en última instancia, pero solo en el sentido de que Soldi entiende al modo del siglo XIX que el recuerdo de las cosas es más bello que las cosas mismas. De ahí la relativa lejanía en el tiempo y la profunda cercanía en la intimidad con que sus cuadros nos hablan. Sin violencias, su arte a la hora actual ejerce cierto arriesgado papel de contradictor. Al grito prefiere el murmullo; al estruendo incoherente, la expresión claramente articulada. Sin dejar de ser polémico, en última instancia, se sostiene afirmando, no negando. Críticos, poetas, amigos cantan sus excelencias en las páginas interiores de este libro. La corroboración viene inmediatamente después: en otras de grabados que atestiguan la línea ascendente de Soldi en el último cuarto de siglo.

GUILLERMO DE TORRE

 

Material relacionado