En el espacio donde los atenienses realizaban las asambleas del pueblo, un campesino, solo, espera desde el alba. Las autoridades todavía no han llegado; la gente camina despreocupada por la plaza. El campesino se llama Diceópolis, nombre que vincula “justicia” con “polis”. La guerra lo obligó a refugiarse dentro de los muros de la ciudad, porque los espartanos destruían sus viñas. Por eso espera que en la asamblea se trate el tema de la paz, para volver a su pueblo, al que añora.
Introducción, traducción y notas de Lena Balzaretti y Marcela Coria
Pero cuando al fin se realiza la asamblea, en ella acontecen espectáculos farsescos: embajadores deshonestos, despilfarro del erario. Defraudado, por medio de un enviado de los dioses concluye una tregua personal, sellada con vino, como corresponde a los tratados. Perseguido por el coro de viejos carboneros acarnienses, quienes lo acusan de traidor, logra convencerlos con argumentos y tretas. Abre un mercado, comercia y disfruta de la preparación de los manjares que llevará a la Fiesta de las Jarras, en la que vence como el mejor bebedor. Mientras tanto, Lámaco, cuyo nombre sabe a batalla, es ridiculizado hasta el escarnio, y su fracaso contrasta con el éxito de Diceópolis. La comedia resuelve, a su modo, el conflicto entre un proyecto político expansionista y su impacto en el ciudadano común.